El dolor de la siguiriya
El cante por siguiriya* es dramático, cuando no trágico. Es el cante de las letras del dolor por la muerte de los seres queridos, de los lamentos del cautiverio, de las demandas de justicia, la expresión de las agonías existenciales. Dijo Manuel de Falla, quien ligaba la siguiriya al canto primitivo de los pueblos orientales, que es el cante andaluz que mejor conserva su pureza.
No nos detendremos demasiado en dilucidar el origen y poner fecha a su nacimiento porque hay, como es habitual en las investigaciones sobre los principios del flamenco, versiones diferentes y a menudo contrapuestas. Si podemos apuntar, no obstante, que fue a principios del XIX cuando se empiezan a conocer públicamente las primeras siguiriyas. Para explicar por qué fue así y no antes, aunque ya existieran en esa mítica época hermética del siglo anterior, Ricardo Molina y Antonio Mairena en su obra Mundo y formas del cante flamenco aventuran que fue coincidiendo con la época en que Carlos III promulgó las leyes que ponían fin a la persecución de los gitanos, a los que se consideran sus creadores, y de ahí que deduzcan que antes solo se pudieran cantar en las casas gitanas.
¿Sería Francisco Ortega Vargas (El Fillo), a quien nadie le hacía sombra cantando por siguiriyas, quien fijó el modo en que se cantarían a partir de su magisterio o fue su maestro, “El Planeta”? A saber. Lo que sí conocemos es que la voz del Fillo, descrita como bronca, ruda, algo rota, le puso nombre a ese tipo de voz, “afillá”, en contraposición de la voz aguda y limpia, denominada “laína”.
En lo que hay coincidencia es en que Silverio Franconetti fue uno de los mayores siguiriyeros que ha dado el flamenco. Nació en Sevilla hacia 1831, pues la fecha exacta no está clara. A los pocos años la familia se trasladó a Morón, donde, siendo aún un niño, empezó a cantar en público. El cantaor El Fillo, que había oído de su talento, se acercó hasta Morón para oírle cantar. Tanto le impresionó, que se convirtió en su mentor y maestro. Triunfó en Sevilla y Madrid siendo aún joven, pero, en pleno auge artístico, decidió marchar a América hacia la mitad de la década. Sobre las razones del viaje, y en qué se ocupó Silverio en su periplo americano, poco se sabe. El padre de los Machado, Demófilo, apunta que en aquellas lejanas tierras se ocupó Silverio en “picar toros en los tiempos de paz y en servir en los tiempos de guerra a los ejércitos de la República del Uruguay, donde llegó a oficial».
De vuelta a España, en el año 1864, Silverio emprende la tarea de programar espectáculos flamencos y dar a conocer su calidad artística con la idea de dignificar este arte. Por el café cantante de Silveiro desfilarían los principales artistas del momento, en dura competencia con otro templo sevillano del cante, el café del Burrero.
Entre las historias legendarias a que tan dada es la glosa flamenca, se cuenta que al regreso de Silverio de América se organizó una fiesta flamenca en la que solo unos pocos amigos sabían que aquel caballero recién llegado del otro lado del charco, con barba frondosa y bien vestido, era Silverio Franconetti. Cantaores como María Borrico y Curro Dulce, así como el maestro Patiño a la guitarra participaban en aquella fiesta, ajenos como el resto a la broma. De pronto el desconocido indiano venido de América, pidió que le cantaran como lo hacía aquel Silverio del que había oído hablar. Después de oír algunos cantes dijo sentirse defraudado y pidió al guitarrista que le tocara, que él lo iba a hacer, lo que provocó no poca guasa entre los presentes. El desenlace lo cuenta así el flamencólogo Blas Vega:
“-Eleve la cejuela y preludie unas siguiriyas- dijo el indiano al maestro Patiño.
Mirándose unos a otros, los flamencos asombrados se preguntaban ¿cantará ese tío con esa facha? El gran Silverio no les dio tiempo a reponerse. Apenas hizo la salida de la siguiriya, la escena cambió totalmente. Transportados a un mundo superior y pendientes de los labios del desconocido, los hombres seguían en un silencio de asombro las modulaciones de aquella voz. Las mujeres lloraban…
La maligna lengua/que de mí murmura…
Y al acabar su clásica siguiriya, brava y tremenda, una vieja gitana se echó a llorar y gritó: «Éste no puede ser otro que Silverio, al que habéis imitao tós. El señor Silverio ha vuelto!».
De Silverio dejó escrito García Lorca:
Entre italiano
Y flamenco,
¿cómo cantaría
aquel Silverio?
La densa miel de Italia
con el limón nuestro,
iba en el hondo llanto
del siguiriyero (…)
Pasaba por los tonos
sin romperlos.
No llegó la técnica de grabación a tiempo para inmortalizar la voz de Silverio. Hemos de conformarnos con el resultado que la tradición nos deja, el legado que de unos artistas a otros se ha ido pasando. Como escribió Lorca, ahora su melodía/ duerme con los ecos. Definitiva y pura./ Con los últimos ecos.
En este vídeo, Carmen Linares, nos ofrece su propio eco de una siguiriya de Silverio.
Del impacto emocional de la siguiriya en quien la escucha hay numerosos testimonios. El poeta Félix Grande, en su libro Memoria del flamenco, recuerda uno de esos momentos trascendentales del que fue testigo: “Fue un día de invierno en Tomelloso (…) El cante duraba ya desde hacía horas. Avanzada la madrugada, se instaló, majestuosamente, la ocasión de la siguiriya. Mientras otros dos cantaores meramente escuchaban, un tercero cantó por siguiriya, con bravura, con desolación, con terror, con violencia, con delicadeza brutal. Un viejo campesino daba de vez en cuando, siempre a compás, un tenue golpecito con una vara en la baldosa. En la otra mano, su vaso de vino, a media distancia entre sus labios y la mesa cercana; en suspenso; en tensión. El gran anciano escuchaba sin jalear, con la frente inclinada, sin gestos; muy posiblemente, sin ver. De pronto, en un quejío increíblemente horrible e increíblemente verosímil e increíblemente comunitario e íntimo, un quejío que venía a clavar ya no recuerdo qué palabra, el vaso se desgarró en pedazos entre la mano de aquel bravo señor. Vimos cómo su mano, su antebrazo, su copa, se mojaban de sangre y vino. Nos asustamos. El cantaor se interrumpió. El viejo le pidió que siguiera, que siguiera…¡todo lo que hizo fue pedir que siguiera!”.
El temblor ancestral que causa escuchar este cante lo debieron sentir a buen seguro, aquel 15 de diciembre de 2010 en el Teatro Isabel la Católica de Granada, los amigos y familiares que daban el último adiós al cantaor genial Enrique Morente. Era el momento justo antes de retirar de la capilla ardiente el féretro ante el que habían desfilado miles de personas. Ya habían homenajeado con sus intervenciones al cantaor granadino el poeta Luis García Montero y Laura García Lorca. El silencio se había adueñado de la sala donde sólo se oía algún sollozo cuando Estrella Morente, a un palmo del féretro donde yacía su padre, los ojos elevados al cielo, empieza a cantar. Primero una estrofa de la Habanera imposible de Carlos Cano…
Granada no tengas miedo/ de que el mundo sea tan grande/ de que el mar sea tan inmenso./ Tú eres la novia del aire,/ la de la sombra de plata,/ la del almendro,/ la que parece de nieve/ y por dentro.
… que interpreta como aflamencada, para, inmediatamente después, adentrarse, con el grito estremecedor de unos tremendos ayes, en los terrenos de la siguiriya cabal, con versos de García Lorca…
Empieza el llanto de la guitarra/ se rompen las copas de la/ madrugada./ Empieza el llanto de la guitarra./ Es inútil callarla./ Es imposible callarla.
Aquí lo podemos ver y escuchar:
Estremecedor adiós a Enrique Morente de su hija Estrella, con Granada de fondo, y sus poetas, con el cante del dolor como eco sonoro del adiós a un músico del flamenco.
ALFONSO SÁNCHEZ
* Utilizo el término siguiriya por ser el más empleado entre los flamencólogos y posiblemente la mayoría de los artistas. Deriva del nombre de seguidilla por corrupción fonética, al igual que otros términos también válidos como seguiriya, seguirilla o siguerilla.